Caminando por la
avenida principal del centro de la ciudad, pagando deudas, encuentra un auto
tan reconocido como el suyo. Su rostro se iluminó, y una hermosa sonrisa llamó
de la atención de su hijo menor; el pequeño exclamó “papá tenés chocolate en el
diente”.
Resulta que el auto que tanto impactó
el momento de la repartida del sueldo, es el vehículo del mismísimo vecino de
enfrente. A dos cuadras podría reconocerlo –cómo no ser así; es lo primero que
observa luego de despertar-. Automáticamente, después de evocar que tal avenida
tiene estacionamiento medido, corre al kiosco de la esquina para comprar una
boleta de permiso para estacionar. La completa en el mismo, apuntando en el
papel una hora antes de lo que dicta el reloj de su celular y regresa al auto.
Por debajo del limpia parabrisas coloca la nueva boleta tapando la registrada
por su vecino hallada sobre la guantera.
Se
retiró del lugar de los hechos sin saber que la muchacha reguladora del dicho
estacionamiento ignoró rotundamente el auto de su vecino de enfrente por tener
un registro previo.